HOMENAJE A "SERGIO PITOL" PARTICIPA CONOCIENDO MÁS LA VIDA DE ESTE AUTOR Y SU OBRA.
Sergio Pitol
Puebla 18 de marzo de 1933, Xalapa 12 de abril del 2018
Sergio Pitol nació el 18 de marzo
de 1933 en Puebla, pero desde los cuatro años se trasladó al ingenio
veracruzano El potrero, tras la muerte de su padre. Al poco tiempo cuando tenía
cinco años, su madre murió ahogada en río Atoyac, fue un escritor, traductor y
diplomático mexicano. Su vocación lo volcó hacia la promoción de los derechos
humanos en México y al cuestionamiento de orientaciones políticas que coloquen
al ser humano por debajo de la razón de Estado.
Desde joven se había acostumbrado
a la camaradería, se había habituado a las conversaciones sobre libros. Parte de su juventud transcurrió en tertulias
en el café María Cristina de México con sus amigos Ponce y Elizondo, Melo y de
la Colina, Monsiváis y José Emilio Pacheco. Sergio comunicaba a otros su
extraordinaria pasión por la cultura. Él daba lecciones particulares para
ampliar su sueldo de diplomático en su casa a diferentes alumnos polacos.
Ha sido el traductor de Conrad y
James, el editor de libros insólitos, pero sobre todo el escritor que ha
apostado por borrar las fronteras entre géneros. En su obra la realidad sólo
adquiere sentido a través de la escritura.
Él daba lecciones de generosidad
con todos aquellos escritores que, siendo contemporáneos suyos, se habían,
molestado en leer y hasta se había esforzado en que le interesaran. Era eso sí
durísimo con los que le habían decepcionado, pero enormemente magnánimo con los
que le habían aportado algo como lector.
Los libros de Pitol cuentan la
historia de un desprendimiento. El autor que empezó escribiendo cuentos
deslumbrantes pero convencionales sobre la región remota de México en que
creció se fue deshaciendo paulatinamente de los temas y lenguajes que
conseguían prestigio durante el siglo XX: la peculiaridad de una cultura
regional, la relevancia de la nacionalidad, el ánima latinoamericana en las
soledades del exilio. Sus libros, poco a poco, dejaron de ser novelas o
colecciones de cuentos o ensayos para transformarse en sesiones literarias en
las que la distancia entre ficción, reflexión y memoria es irrelevante. Libros
que son todo al mismo tiempo, lo que su contemporáneo Salvador Elizondo
llamaba, entre filosófico e irónico, “libros para leer”.
Hay cuentos en los que Pitol
parece que lo “cuenta todo”, y deja por resolver el misterio, que es una manera
también de contarlo todo. El estilo de Pitol consiste en huir de esas personas
tan terribles que están llenas de certezas. Su estilo es distorsionar lo que
mira. Su estilo consiste en viajar y perder países y en ellos perder siempre
uno o dos anteojos, perderlos todos.
Juan Villoro escribió que la
narrativa de Pitol no busca aclarar sino distorsionar lo que mira. Pitol daba
siempre a sus personajes rienda suelta y les dejaba que crearan su propio
misterio. Los cuentos de Sergio serían cuentos perfectamente cerrados si nos
revelaran algo que jamás nos revelarán: el misterio que viaja con cada uno de
nosotros. El estilo cuentístico de Pitol consiste en contarlo todo, pero no
resolver el misterio.
La imaginación literaria, según
Pitol, no progresa en el orden racional que demandan una novela, o un ensayo o
un cuento. Se parece más a una esponja marina que a una autopista. Es un bloque
sólido, sin asideros, pero lleno de caminos interiores que conectan ideas,
notas, recuerdos inventados.
Pitol descree de los decálogos y
las recetas universales. Para él, la forma que llega a crear un escritor es el
resultado de toda su vida: la infancia, toda clase de experiencias, los libros
preferidos, la constante intuición. “Sería monstruoso”, dice, “que todos los
escritores obedecieran las reglas de un mismo decálogo o que siguieran el
camino de un único maestro. Sería la parálisis, la putrefacción”. Él entiende
la literatura como una república de las letras en libertad.
Para Sergio Pitol todo está en
todo y escribir es la única forma de revelar las conexiones secretas que le dan
sentido a la realidad. La escritura está ahí para que nos queden los zapatos.
Sergio Pitol Deméneghi, falleció el 12 de abril del 2018, a
los 85 años de edad, por complicaciones de una afasia progresiva que lo
acompañaba desde hacía varios años.
ACTIVIDAD DE LA SEMANA
De la antología de cuentos que la
revista Nandino pone en circulación en 1959,
“Tiempo cercado”, la mayoría de estos cuentos tienen como tema común la
saga de lo Ferri, señores feudales de la región de veracruzana.
El cuento que se presenta es
“Victorio Ferri cuenta un cuento. Texto del que brota una prosa agilísima,
caudalosa y a la vez intensa, en el registro de un monologo de un
desconcertante personaje enfrentado, no sin plena aceptación y aun con gusto, a
todos los males inimaginables de este mundo.
VICTORIO FERRI CUENTA UN CUENTO. SERGIO PITOL
Para Carlos
Monsiváis
Sé que me llamo Victorio. Sé que creen que estoy
loco (versión cuya insensatez a veces me enfurece, otras tan sólo me divierte).
Sé que soy diferente a los demás, pero también mi padre, mi hermana, mi primo
José y hasta Jesusa, son distintos, y a nadie se le ocurre pensar que están
locos; cosas peores se dicen de ellos. Sé que en nada nos parecemos al resto de
la gente y que tampoco entre nosotros existe la menor semejanza. He oído
comentar que mi padre es el demonio y aunque hasta ahora jamás haya llegado a
descubrirle un signo externo que lo identifique como tal, mi convicción de que
es quien es se ha vuelto indestructible. No obstante que en ocasiones me
enorgullece, en general ni me place ni me amedrenta el hecho de formar parte de
la progenie del maligno.
Cuando un peón se atreve a hablar de mi familia
dice que nuestra casa es el infierno. Antes de oír por primera vez esa
aseveración yo imaginaba que la morada de los diablos debía ser distinta
(pensaba, es claro, en las tradicionales llamas), pero cambié de opinión y di
crédito a sus palabras, cuando luego de un arduo y doloroso meditar se me vino
a la cabeza que ninguna de las casas que conozco se parece a la nuestra. No
habita el mal en ellas y en ésta sí.
La perversidad de mi padre de tanto prodigarse me
fatiga; le he visto el placer en los ojos al ordenar el encierro de algún peón
en los cuartos oscuros del fondo de la casa. Cuando los hace golpear y
contempla la sangre que mana de sus espaldas laceradas muestra los dientes con
expresión de júbilo. Es el único en la hacienda que sabe reír así, aunque
también yo estoy aprendiendo a hacerlo. Mi risa se está volviendo de tal manera
atroz que las mujeres al oírla se persignan. Ambos enseñamos los dientes y
emitimos una especie de gozoso relincho cuando la satisfacción nos cubre.
Ninguno de los peones, ni aun cuando están más trabajados por el alcohol, se
atreve a reír como nosotros. La alegría, si la recuerdan, otorga a sus rostros
una mueca temerosa que no se atreve a ser sonrisa.
El miedo se ha entronizado en nuestras propiedades.
Mi padre ha seguido la obra de su padre, y cuando a su vez él desaparezca yo
seré el señor de la comarca: me convertiré en el demonio: seré el Azote, el
Fuego y el Castigo.
Obligaré a mi primo José a que acepte en dinero la
parte que le corresponde, y, pues prefiere la vida de la ciudad, se podrá ir a
ese México del que tanto habla, que Dios sabe si existe o tan sólo lo imagina
para causarnos envidia, y yo me quedaré con las tierras, las casas y los
hombres, con el río donde mi padre ahogó a su hermano Jacobo y, para mi
desgracia, con el cielo que nos cubre cada día con un color distinto, con nubes
que lo son sólo un instante para transformarse en otras, que a su vez serán
otras.
Procuro levantar la mirada lo menos posible, pues me atemoriza que las
cosas cambien, que no sean siempre idénticas, que se me escapen
vertiginosamente de los ojos. En cambio, Carolina, para molestarme, no obstante
que al ser yo su mayor debería guardarme algún respeto, pasa ratos muy largos
en la contemplación del cielo y en la noche, mientras cenamos, cuenta, adornada
por una estúpida mirada que no se atreve a ser de éxtasis, que en el atardecer
las nubes tenían un color oro sobre un fondo lila, o que en el crepúsculo el
color del agua sucumbía al del fuego y otras boberías por el estilo.
De haber alguien verdaderamente poseído por la
demencia en nuestra casa sería ella. Mi padre, complaciente, finge una excesiva
atención y la alienta a proseguir, ¡como si las necedades que escucha pudieran
guardar para él algún sentido! Conmigo jamás habla durante las comidas, pero
sería tonto que me resintiera por ello, ya que por otra parte sólo a mí me
concede disfrutar de su intimidad cada mañana, al amanecer, cuando apenas
regreso a la casa y él, ya con una taza de café en la mano que sorbe
apresuradamente, se dispone a lanzarse a los campos a embriagarse de sol y
brutalmente aturdirse con las faenas más rudas. Porque el demonio (no me lo
acabo de explicar, pero así es) se ve acuciado por la necesidad de olvidarse de
su crimen.
Estoy seguro de que si yo ahogara a Carolina en el
río no sentiría el menor remordimiento. Tal vez un día, cuando pueda librarme
de estas sucias sábanas que nadie, desde que caí enfermo, ha venido a cambiar,
lo haga. Entonces podré sentirme dentro de la piel de mi padre, conocer por mí
mismo lo que en él intuyo, aunque, desgraciada, incomprensiblemente, entre
nosotros una diferencia se interpondrá siempre: él amaba a su hermano más que a
la palma que sembró frente a la galería, y que a su yegua alazana y a la
potranca que parió su yegua; en tanto que Carolina es para mí sólo un peso
estorboso y una presencia nauseabunda.
En estos días, la enfermedad me ha llevado a rasgar
más de un velo hasta hoy intocado. A pesar de haber dormido desde siempre en
este cuarto, puedo decir que apenas ahora me entrega sus secretos. Nunca había,
por ejemplo, reparado en que son diez las vigas que corren a través del techo,
ni que en la pared frente a la cual yazgo hay dos grandes manchas producidas
por la humedad, ni en que, y este descuido me resulta intolerable, bajo la
pesada cómoda de caoba anidaran en tal profusión los ratones. El deseo de
atraparlos y sentir en los labios el latir de su agonía me atenaza. Pero tal
placer por ahora me está vedado.
No se crea que la multiplicidad de descubrimientos
que día tras día voy logrando me reconcilia con la enfermedad, ¡nada de eso! La
añoranza, a cada momento más intensa, de mis correrías nocturnas es constante.
A veces me pregunto si alguien estará sustituyéndome, si alguien cuyo nombre
desconozco usurpa mis funciones. Tal súbita inquietud se desvanece en el
momento mismo de nacer; me regocija el pensar que no hay en la hacienda quien
pueda llenar los requisitos que tan laboriosa y delicada ocupación exige. Sólo
yo que soy conocido de los perros, de los caballos, de los animales domésticos,
puedo acercarme a las chozas a escuchar lo que el peonaje murmura sin obtener
el ladrido, el cacareo o el relincho con que tales animales denunciarían a
cualquier otro.
Mi primer servicio lo hice sin darme cuenta.
Averigüé que detrás de la casa de Lupe había fincado un topo. Tendido, absorto
en la contemplación del agujero pasé varias horas en espera de que el animalejo
apareciera. Me tocó ver, a mi pesar, cómo el sol era derrotado una vez más y
con su aniquilamiento me fue ganando un denso sopor contra el que toda lucha
era imposible. Cuando desperté, la noche había cerrado.
Dentro de la choza se oía el suave ronroneo de
voces presurosas y confiadas. Pegué el oído a una ranura y fue entonces cuando
por primera vez me enteré de las consejas que sobre mi casa corrían. Cuando
reproduje la conversación mi servicio fue premiado. Parece ser que mi padre se
sintió halagado al revelársele que yo, contra todo lo que esperaba, podía
llegar a serle útil. Me sentí feliz porque desde ese momento adquirí sobre
Carolina una superioridad innegable.
Han pasado ya tres años desde que mi padre ordenó
el castigo de la Lupe, por malediciente. El correr del tiempo me va
convirtiendo en un hombre y gracias a mi trabajo he sumado conocimientos que no
por serme naturales dejan de parecerme prodigiosos: he logrado ver a través de
la noche más profunda; mi oído se ha vuelto tan fino como lo puede ser el de
una nutria; camino tan sigilosa, tan, si se puede decir, aladamente, que una
ardilla envidiaría mis pasos; puedo tenderme en los tejados de los jacales y
permanecer allí durante larguísimos ratos hasta que escucho las frases que más
tarde repetirá mi boca.
He logrado oler a los que van a hablar. Puedo decir,
con soberbia, que mis noches rara vez resultan baldías, pues por sus miradas,
por la forma en que su boca se estremece, por un cierto temblor que percibo en
sus músculos, por un aroma que emana de sus cuerpos, identifico a los que una
última vergüenza, o un rescoldo de dignidad, de rencor, de desesperanza,
arrastrarán por la noche a las confidencias, a las confesiones, a la
murmuración.
He conseguido que nadie me descubra en estos tres
años; que se atribuya a satánicos poderes la facultad que mi padre tiene de
conocer sus palabras y castigarlas en la debida forma. En su ingenuidad llegan
a creer que ésa es una de las atribuciones del demonio. Yo me río. Mi certeza
de que él es el diablo proviene de razones más profundas.
A veces, sólo por entretenerme, voy a espiar a la
choza de Jesusa. Me ha sido dado contemplar cómo su duro cuerpecito se
entreteje con la vejez de mi padre. La lubricidad de sus contorsiones me
trastorna. Me digo, muy para mis adentros, que la ternura de Jesusa debía
dirigirse a mí, que soy de su misma edad, y no al maligno, que hace mucho
cumplió los setenta.
En varias ocasiones ha estado aquí el doctor. Me
examina con pretensiosa inquietud. Se vuelve hacia mi padre y con voz grave y
misericordioso declara que no tengo remedio, que no vale la pena intentar
ningún tratamiento y que sólo hay que esperar con paciencia la llegada de la
muerte. Observo cómo en esos momentos el verde se torna más claro en los ojos
de mi padre. Una mirada de júbilo (de burla) campea en ellos y ya para esos
momentos no puedo contener una estruendosa risotada que hace palidecer de
incomprensión y de temor al médico. Cuando al fin se va éste, el siniestro
suelta también la carcajada, me palmea la espalda y ambos reímos hasta la
locura.
Está visto que de entre los muchos infortunios que
pueden aquejar al hombre, los peores provienen de la soledad. Siento cómo ésta
trata de abatirme, de romperme, de introducirme pensamientos. Hasta hace un mes
era totalmente feliz. Las mañanas las entregaba al sueño; por las tardes
correteaba en el campo, iba al río o me tendía boca abajo en el pasto esperando
que las horas sucedieran a las horas. Durante la noche oía. Me era siempre
doloroso pensar y evitaba hacerlo.
Ahora, con frecuencia se me ocurren cosas y eso me
aterra. Aunque sé que no voy a morir, que el médico se equivoca, que en el
Refugio necesita haber siempre un hombre, pues cuando muere el padre el hijo ha
de asumir el mando: así ha sido desde siempre y las cosas no pueden ya ocurrir
de otra manera (por eso mi padre y yo, cuando se afirma lo contrario,
estallamos de risa). Pero cuando solo, triste, al final de un largo día
comienzo a pensar, las dudas me acongojan. He comprobado que nada sucede
fatalmente de una sola manera.
En la repetición de los hechos más triviales se
producen variantes, excepciones, matices. ¿Por qué, pues, no habría de quedarse
la hacienda sin el hijo que sustituya al patrón? Una inquietud peor se me ha
incrustado en los últimos días, al pensar que es posible que mi padre crea que
voy a morir y su risa no sea, como he supuesto, de burla hacia la ciencia, sino
producida por el gozo que la idea de mi desaparición le produce, la alegría de
poder librarse al fin de mi voz y mi presencia. Es posible que los que me odian
le hayan llevado al convencimiento de mi locura…
En la
capilla que los Ferri poseen en la iglesia parroquial de San Rafael hay una
pequeña lápida donde puede leerse:
Victorio Ferri
murió niño
su padre y hermana lo recuerdan con amor.
México, 1957
LO QUE VAS HACER PARA ESTA ACTIVIDAD:
La
escritura como memoria es herida del tiempo, infierno de culpas, instantes
felices, evocaciones amorosas, lecturas subrayadas, procedimientos de cuando
uno lo escribió. Son viajes interiores a los lugares que tu anheles ir…
Fabrizio
Mejía Madrid, en tiempo fuera, Proceso 2163.
A partir
de la lectura “Victorio Ferri cuenta un cuento”, narra la versión contada por Carolina la hermana de Victorio Ferri.
LA OTRA AVENTURA PRESENTA A SERGIO PITOL Y VICENTE LEÑERO
Mi hermano es un niño que tras estar postrado en una cama por una terrible enfermedad le sigue echando ganas, aunque mi hermano nos cuenta a mi que a visto entrar a mi papá en el cuarto de Jesusa y que no es justo que ella quiera a el que acaba de cumplir los setenta y no a Víctor que es de su edad, también me cuenta de muchas cosas que a visto el sin moverse de la cama, todo esto ocurre por que la enfermedad que tiene le a provocado
ResponderEliminargrandes alucinaciones y por eso cuenta lo que cuenta.